Texto: David Meléndez
La vida, podría ser insulsa.
Tener hermanos, madre, tías, primos; enfermedades que jamás sanan, quebrantos que se pasan sin ser soñados, porque simplemente se desean sin jamás añorar nada.
Hay personas que tienen «madres» y las abandonan pero, de igual manera, las tienen olvidadas. Vaya, seres «queridos» que simplemente pasan toda la tarde viendo la televisión porque son unos perfectos olvidados y quedan encerrados en cuatro paredes mientras otros perfectos «peleles» dicen que ligan y tienen novias; oh, sí, estupidices para rellenar álbumes de la primaria.
El Muerto De Tijuana vino a Guadalajara para que cerca de 400 personas lo vitorearan, pero con un poco de «miedo». Miedo al qué dirán y miedo a demostrar que una propuesta repetitiva pero a la vez jocosa, es como un error en la añoranza de la existencia.
La masa arribó con la expectativa del qué dirán; los medios, anclaron su presencia simplemente haciendo lo que mejor saben hacer: colocándose en señal de batalla y siendo espectadores de la desgracia sin ser testigos. Vaya, sus «trabajos» tienen «nombre» pero jamás entelequia para sugerir planos fuera del presente.
¿Cuál es la fractura para reventar la carretera? Ninguna. Los cientos de personas que fueron testigos de El Muerto de Tijuana saben que repite canciones y que se arropa de amigos locales para generar laberintos y albercas para ahogar novatos.
Sí, por ahí sonaron «El Nazareno», «Malandro» (quizá repetida cientos de veces), «Satánica» o «El Lobo», pero los tragos se llenan sin pedir explicaciones. El alcohol es necesario para enumerar en forma de conteo la decadencia y quien no tome, mejor que se vaya al abismo de los olvidados.
Y el concierto tuvo todos los crisoles infernales para hacer que El Muerto de Tijuana fuera una cosa básica para considerar a los milennials como eje básico de la vida diaria.
La pasividad es voluptuosa.





