Texto: DAVID MELÉNDEZ
Fotografía: JENNY MONTOYA
De las noches milenarias, se extrae el cerceta que beatifica cualquier ensoñación.
Y de ese azul tan específico, brotó la magia impoluta de Sólstafir, una banda meteórica, infalible en la truculencia sonora y que prueba que todavía existen en directo tesoros sagrados. En estos tiempos tan modernos en que la pose ha sustituido a la esencia, en que la mediocridad de criterio se solventa haciendo las cosas al garete y en que esa falta de pasión asaz prominente en las malditas generaciones jóvenes se siente como un cáncer cotidiano, dicha banda islandesa de black metal con solsticio progresivo y emocional, vino al C3 Stage de Guadalajara a dar música, esperanza y una lección a los pobres diablos que de música sólo saben lo básico y yacen engarzados en el segmento de melómanos de clóset.
Su encanto fue tal, que cimbraron la antesala de las células. Fue notable verlos y escucharlos aquí, en una ciudad que sólo exije nombres consagrados ante las masas para tomarlos en cuenta, pero el milagro cobró vida sobre el escenario del C3 Stage. Sí, aquella banda del ya legendario Í Blóði og Anda (2002), que se volviera disco de culto en su momento y los colocara dentro del perímetro de ‘bandas de ensueño’, puso pie en Guadalajara y la experiencia fue, en sí, histórica.
Mas lo excelso detonó en el hecho de que Sólstafir llegó con un álbum muy reciente editado en mayo de este año, Berdreyminn, del que despacharon un par de temas —»Ísaful» y «Silfur-Refur»— y que los ha puesto en el extracto álgido de su carrera, so pena incluso de eclipsar sus primeros pasos como banda. Porque, habrá que decirlo sin lenidad: de aquel proto metal vikingo de avasalladora oscuridad, ahora la banda se ha reinventado por completo y ha forjado una siderúrgica donde hay presencia de copioso dark, pasajes oníricos de iridiscente melancolía y ese post rock de antología, donde se reflejan los problemas de la condición humana, el infierno del alcoholismo y los actos que dañan a los demás. Sí, detrás de la voz de Aðalbjörn Tryggvason (y sus requintos impolutos a manera de armonías de poder que son y serán un deleite totalitario), hay toda una parafernalia de sufrimiento que trituró todas las entrañas a diestra y siniestra, con esos crescendos y reverberencias sacadas de tierras milenarias. La cúspide de todo lo anterior, sucedió con el tema «Náttmál» de su placa Ótta (2014), que en quince minutos de lacerada interpretación, hizo que todos los presentes pegáramos fuga a otra dimensión.
Y, bueno, la noche también fue de los teutones de Kreator, que a más de 110 decibiles de militante trash metal, arrancaron su concierto con «Hordes of Chaos (A Necrologue for the Elite)», de su disco del mismo nombre editado en 2012. Y de ahí en adelante hasta cerrar con «Violent Revolution» o «Pleasure to kill», despacharon más de 90 minutos de esa locomotora sonora de ponzoña pura que todo lo tritura. Claro, presentaron desde la trinchera de más reciente disco y decimocuarto de su carrera, Gods Of Violence (2017), canciones, como «Satan is real», «Gods of violence», «Army of storms», «Hail to the hordes» y «Fallen brothers», esta última dedicada a los afectados por el reciente sismo en CDMX.
Pero Sólstafir, señores y señoras, fue la hecatombe y el trueno, donde desintegramos todo nuestro tegumento hasta volverlo polvo estelar de la trepidante emoción.
