*Primal Scream demostró anoche en el Teatro Diana por qué son una leyenda viva. Luces tenues, trajes disco y una descarga de rock psicodélico: así fue el ritual sónico que ofrecieron; un show que no necesitó pantallas para conectar generaciones a través del ritmo, la energía y la emoción

Anoche, el Teatro Diana se convirtió en un templo sonoro donde el tiempo pareció detenerse, con una energía tan vigente y contundente como si fuera el primer día de las vidas de los asistentes, como una terapia grupal para sacar los traumas de la infancia con un grito musical. Primal Scream, la icónica agrupación británica, llegó como parte de su gira Come Ahead para ofrecer un concierto intenso, provocador y una celebración pura de su audaz legado musical.
En un aforo que dio pauta a acercarse más al escenario, aguerridos fans se plantaron en el venue para externar su gran admiración por los ingleses, haciendo que vibrara como si el teatro estuviera a reventar. El momento de este encuentro estaba marcado a las 21:00 horas, pero esto se extendió un poco y aunque las manecillas del reloj marcaban un retraso de casi 30 minutos, cuando las luces se apagaron y comenzó a sonar de fondo el tema de Jackie DeShannon, “What the world needs now is love”, el mensaje dado era claro: lo que estaba por suceder no era sólo sería un concierto, sino una declaración emocional

Al frente, un escenario despojado de pantallas o algún otro elemento visuales superfluos, nada de lonas o elementos llamativos colgados; se mantuvo sombrío y estuvo iluminado tenuemente con luces que cambiaban de color según el pulso de cada canción. Un acto de austeridad escénica que no fue un descuido, sino una decisión estética clara: apuntar todo a la música, a la interpretación, al trance colectivo y a conectarse del todo con el virtuosismo de los músicos en escena.
Bobby Gillespie apareció del fondo como un predicador del groove, enfundado en un traje blanco acampanado que evocaba tanto a Travolta como a Sandro, acompañado por dos coristas en trajes plateados al fondo y los demás miembros de la banda. El frontman se mantuvo sobrio en palabras, mostrándose generoso y pronunciando “gracias, thank you”, entre tema y tema. En cada interpretación incitaba al público a aplaudir, a moverse, a entregarse, más, como buscando si tenían algún límite para ello. El público por su parte, de pie desde el primer instante, se entregó por completo

La banda, con un mecanismo de precisión y pasión, ejecutó un setlist que representó un viaje a través de su vasto catálogo. Pasando por el rock rabioso de «Jailbird» y «Movin’ on up» hasta los himnos psicodélicos que los coronaron, como el hipnótico «Loaded» y la crudeza frenética de «Swastika Eyes». Cada canción fue una pieza de un todo coherente y poderoso. Se pasó por la euforia de “Don’t fight it, Feel it!” y la melodía de «Love Ain’t Enough», «Centre Can´not Hold», entre otras . Cada éxito fue recibido como un reencuentro , como si el tiempo no hubiera pasado desde los ochentas o noventas. Aunque predominaban los fans contemporáneos a la agrupación, también se veían padres con hijos, compartiendo la ceremonia generacional del rock.
«Country Girl» fue la designada para marcar lo que parecía una despedida, pero los músicos y los fans saben que esto nunca sucede y siempre hay un reencuentro en búsqueda de más éxtasis, por lo que tras unos minutos y un Teatro Diana gritando «¡Primal Scream, Primal Scream!» fue Gillespie y sus secuaces volvieron con un encore que incluyó «Damage», «Come Together»; «Rocks», lo que hizo explotar la euforia generalizada.
Los músicos respondían a sonrisas, miraban a los ojos a sus seguidores que estaban a su alcance, en esa complicidad que entrega la música colectiva y le lleva más allá. Uno de esos momentos que trascienden lo musical ocurrió con un joven en primera fila, a la izquierda del escenario. Su efusividad, entrega y la forma en que sentía cada nota fue tal que varios miembros de la banda lo notaron. Alex White, el saxofonista le regaló el setlist antes de terminar el show; Andrew Innes, guitarrista, le obsequió su púa y Gillespie, en un gesto de complicidad, chocó puños con él. Fue un acto de reconocimiento, de comunión, de que la música —cuando es auténtica— no entiende de edades ni etiquetas.

Tras casi dos horas de intensidad, Primal Scream dejó claro que su propuesta sigue tan vigente como en sus inicios: visceral, directa y profundamente emocional. No hizo falta más que la música misma para recordarle al público que, como dice una de sus canciones más icónicas, “Don’t Fight It, Feel It” y llenar el alma de los presentes. Porque como decía la canción que abrió la noche, lo que el mundo necesita ahora es amor… y un poco de buen rock también.
Texto: Roy Arce Fotos: Luis Gómez «Lags»























