Después de una semana estresante de la que no quiero acordarme, el sábado llegaba y yo lo esperaba con ansía. El motivo era que desde el viernes se celebraba nuestro Oktoberfest, el Festival de la Cerveza cumplía su noveno año consecutivo y había que ir al festejo. Me preparé el viernes yendo a la cama temprano, a mis 30 años el cuerpo solo me permitía una borrachera el fin de semana, quería romperme el sábado catando la diversidad de cervezas que ofrecería el festival. Hace algunos meses había estado en un pequeño festival cervecero en Alemania a las orillas del Rin saboreando una gran variedad de cervezas de trigo, y hoy me encontraría frente al estadio Chiva disfrutando de la puesta del sol, la música en vivo y mi Diosa Blanca.
Sin embargo a veces no todo sale como lo planeado. Avisé a mi chica que nos iríamos temprano, quería embriagarme desde las tres de la tarde hasta que el dinero, las fuerzas y el día alcanzará. Al final, por unas u otras cosas que se deben hacer a los 30 años (mandado, limpiar casa, pagar cuentas en el banco), salimos a las 7 30 pm. Acompañados por amigos, nos fuimos en caravana un poco angustiados porque ya era tarde (aunque en realidad nunca es tarde para echar chela). Era la segunda vez que asistía al festival, la primera vez fue cuando se hacía en el Metropolitano, así que ya comenzaban los problemas. Teníamos que salir el periférico para acceder a la pradera del estadio Chiva; aunque el lugar era espectacular, un poco la lejanía me desánimo, solo pensaba en lo que nos podría cobrar un Uber al retirarnos tambaleantes. Cuando finalmente llegamos, divisé una enorme fila para entrar y un estacionamiento lleno que nos hizo dejar los coches cerca de donde habíamos partido (bueno, exagero un poco, pero sí nos tocó hasta el fondo). Aún así, mis ánimos no minaron del todo, al fin y al cabo, no había comido mucho y seguramente con cuatro Diosas Blancas ya estaría con la relajación en los músculos faciales que provoca el embriagamiento. El problema fue que tardamos aproximadamente 20 minutos en la fila para poder entrar; los que procuraban el orden para un rápido acceso más bien entorpecían la entrada al paraíso del alcohólico.

La entrada costaba 120 pesos y lo único que te permitía era escuchar la música en vivo y un vaso chelero conmemorativo para vaciar el elixir dorado. En realidad ya me había mentalizado para hacer ese gasto, quizá en un primer momento parecía un cobro exagerado pero pensando en que no pagabas estacionamiento, que había transporte gratis hasta algunos puntos estratégicos y que además incluía la música, pues al final los 120 pesos era un pago no del todo descabellado. El outfit que había escogido para disfrutar lo que restaba de la noche era un poco primaveral, pero mientras estábamos en la fila esperando a entrar nos dimos cuenta que el aire que llegaba del Bosque de la Primavera era bastante frío. Más que cerveza comenzaba a tener ganas de un café de olla y estar en la sala viendo alguna buena peli en Netflix, es lo que ordenaba el cuerpo a los 30 años.
Finalmente logramos entrar, y lo primero que se le ocurrió a mis acompañantes fue ir al baño. Los baños estaban alejados de las carpas, fueron otros 20 minutos en los que me pregunté que porqué en plena pradera no podía uno echar una miada a gusto, donde fuera, en vez de hacer esas filas largas en las que eran minutos de tortura para los catadores.



La primera visita obligada fue a la carpa de la cervecería, orgullo de Jalisco, Minerva. El stand era espectacular y la cerveza muy accesible, un litro costaba 60 pesos, más o menos lo que costaría en cualquier bar de Chapultepec. Inicié con una Pale Ale, después con una Viena, pero el hambre comenzaba hacer mella mientras la música y la relajación en mi cara se comenzaba a notar. No había mejor comida para disfrutar la cerveza que los pretzels y las bratwurst. A lo lejos vimos unos locos alemanes que calentaban salchichas a destajo en una parrilla y pretzels en el horno. Sin embargo la fila, como en todo lo que querías hacer en el festival, era interminable. Mientras mi chica se formó en la fila de las bratwurst, yo me fui por una cerveza de trigo; al lado estaba la Erdinger, en realidad pocas eran las opciones para beber cervezas de trigo, así que me volví a formar para llenar mi vaso con la birra de mis amores. La fila de las salchichas no avanzaba y ya me había terminado la Erdinger. Para no perder tiempo, me dirigí al stand del Deposito porque una amiga me había comentado que ahí, y no en la carpa de la Minerva, tenían esa exquisitez de trigo llamada Diosa Blanca. Para cuando regresamos con la deidad en el vaso, mi chica estaba a punto de tener su turno en las bratwurst. Para ese momento todo era perfecto. Intercambié algunas palabras en alemán con los locos teutones (los que los hayan visto me entenderán), los cuales se sorprendieron por la buena pronunciación que tenía. Les presumí que había vivido un año en Bavaria y que lo único que había hecho fue especializarme en la cata de Weissbier.



Ya alimentado y con Susie 4 de soundtrack, regresamos por otro litro de Minerva. El aire gélido se hacía más fuerte y las pocas prendas que traíamos no nos cubrían bien del todo, a esas horas ya estábamos todos en modo fiesta perros on, pero desgraciadamente el festival llegaba a su final de la jornada. Dimos dirección a los baños antes de que toda la manada se dejará venir, pero muchos habían sido tan precavidos como nosotros. Al final, lo que restaba del festival, lo vivimos en los mingitorios esperando sacar algo de los 4 litros de cerveza que nos habíamos bebido cada uno. La luna llena de octubre continuaba su trayecto, la gente comenzaba a abarrotar la salida, los autos entorpecían el libre transito, la policía estaba a la caza de alguna presa alcoholizada y nosotros nos retirábamos a seguir la fiesta.

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