Fotografías: Diego Rodríguez
Voy caminando entre la senda del amor y la avenida 16 de septiembre, el teatro Diana luce espectacular como siempre y el desfile de personas y vendedores ambulantes crea un escenario magnífico para un sábado por la noche, voy a entrar.
Admito que estoy preso en una vida vacía de nuevas aventuras, hace tiempo que lo imaginario no es parte de mi vida corriente, pero dentro del venue los dromedarios mágicos me intoxican de cursilería. He visto unos ojos grandes y coquetos, morena y de labios rojos, camino hacia ella pensando un pretexto para iniciar una charla, estoy por lanzarme al mar con mi salvavidas de hielo, un fila antes de alcanzarla el tipo de seguridad me detiene y me dice que mi lugar es más arriba, si, hasta allá arriba.
Son las 21:41 estalla la euforia -bienvenido- grita alguien del público. Yo no soy de aquí, pero tú tampoco, empezamos el movimiento por culpa de ese miedo a morir que nos impide quedarnos quietos. «Qué alegría estar de nuevo aquí queridos tapatíos y tapatías» Drexler empatiza de inmediato con el publico y nos va sumergiendo en su viaje, mismo que, se parece mas a un anecdotario que un concierto.
Mira esta noche, «22 diciembres ya de aquel regalo que me hiciste, esta noche me siento como parte de esa jauría fanática de Joaquín Sabina» y nos suelta “pongamos que hablo de Martínez” canción homenaje al flaco de Úbeda. El uruguayo con más gloria que pena nos siguía presumiendo sus aventuras y nos fue adentrando en la parte guitarrística del folclore del río de la plata, me asusta la guerra pero aún más me asusta el alto el fuego del corazón. En medio de dos de sus músicos al extremo derecho del escenario interpretaron unos cuantos temas en formato acústico.
Viajamos hasta Bolivia de 1979, el amor combativo nos hierve la sangre en protesta, golpe de agua tibia en negativas contrarias al sí de Bolivia, ¿Dónde queda Bolivia? Jorge camina y anima a todos a corear mientras se proyectan un ojo que parpadea en la pantalla que está detrás suyo.
Poco más de 120 minutos de navegación y ejercicios de silencio, todos al unísono entre las palmas y risas, un delirio etílico que nos hace agitar de un lado a otro las manos para despedir a los glaciares.