Texto: DAVID MELÉNDEZ
Dentro de cualquier cuadro, existen infinitas historias por contar.
Lo de Deadpool es un carrusel magnífico de humor negro desfachatado, donde el espectador simplemente entra y sale de esta catarsis de un héroe por accidente que se transforma en anti héroe, en ese doppelgänger que todos traemos dentro por culpa de los cómics que nos han deleitado la mente y la pupila por decenas de años.
Wade Winston Wilson (Reynolds) fue abandonado por su padre mientras su madre le mendigó el cariño hasta dosificárselo en forma de migajas. Después, pasó a formar parte de las Fuerzas especiales de Estados Unidos y ahí conoció la facilidad para despachar enemigos al más allá. Aunque su existencia no es fácil, con el amor de Vanessa (Baccarin), las cosas están color de rosa y cada día posee un prístino arco iris de la felicidad. Hasta que un día, la enfermedad corta de tajo todo anhelo de porvenir y acepta una salida fácil para sobrevivir: ser objeto de un «experimento» para volverlo un súper hombre, al alterar sus genes. Pero toda puerta que se abre con suma facilidad, también tiene un trasfondo oscuro. Y así, nace indómito Dead Pool.
De entrada, el buen timing de esta cinta dirigida por el debutante Tim Miller —que fuera encargado de los efectos especiales de otra joya de película: Scott Pilgrim Contra el Mundo (2010)—, se logra por medio de una estructura narrativa de vaivén; esto es, del presente se salta hacia varios tiempos pasados, al mismo tiempo que el protagonista rompe la pared entre espectador e historia, para chacotear las vicisitudes que se narran en pantalla. Lo anterior, agiliza la trama a velocidad máxima, puesto que una sencilla premisa (perseguir a alguien que generó un daño), puede embonar perfectamente entre los flashbacks donde se nos cuenta la forma en que nació Deadpool. Y dentro de esa misma historia por demás simple, las acciones toman por asalto la psique del espectador y la vuelven una sonaja para bebés pirados.
Además, el personaje creado por Rob Liefeld y Fabian Nicieza para Marvel Comics, es toda una faena de mal gusto. De un momento a otro, puede ser el personaje más guarro del que tengamos noticia y, después, transformarse en el ser más cándido y arrogante del mundo. Claro, no sin esbozar esas frases vocales de alto contenido cheesy donde la juventud iracunda podrá sentirse reflejada y los adultos contemporáneos podrán hacer su cara de asco. Aparte, es deleite puro escuchar esa selección sonora tan atinada que mima al tímpano: ahí está Wham! (brutal), Neil Sedaka (inmejorable) y Juice Newton con su magistral «Angel of The Morning», que se lleva el trofeo musical para dar ese contraste macabro y mágico entre sangre, balas, desmembrados, golpes y chatarra automovilística.
Mención honorífica merece la ultra-violencia siempre en primer término, no siendo grotesca sino excelsa y justa, para darse un festín de sangre por medio de cada pupila. Es cierto, Deadpool es una película para «crecidos», que saben que sobre pantalla verán un cómic tomar vida y ser grotesco hasta las cachas cuando lo amerita el instante, para después regordearse en lo viperino de las malas palabras y las conductas poco cívicas. Y, claro, que Miller haya creado una atmósfera propicia para que esta producción se sienta como una sátira sobre superhéroes, es su golpe capital, porque existen críticas directas y mordaces hacia todo el establishment (hasta Reynolds sale embarrado al salir por ahí una foto de él en su papel desastroso y olvidable de Linterna Verde), cosa que se agradece en estos tiempos donde la sociedad parece un largo pliego de terciopelo amilanado.
DEADPOOL. Director: Tim Miller. Con Ryan Reynolds, Karan Soni, Ed Skrein y Morena Baccarin. Estados Unidos, 2016. Duración: 118 minutos.
Calificación: 9 de 10 (Excelente más no excelsa)